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  • doctoracifiero

La Arena Exuberante (parte 1 - Nuevo Paraíso)

Actualizado: 1 ene 2021


La caricia de una fría ola la despertó súbitamente. Se arrastró por la arena húmeda y blanca. La boca cargada de salitre y el calor en la espalda. El aterrizaje había sido desastroso. Todavía no podía creerse con vida.

Cuando por fin alcanzó la orilla se tumbó boca arriba exhausta. El brillo anaranjado del cielo sin nubes la reconfortó. Debía ser mediodía, pero el color del astro rey de aquel planeta daba una sensación de atardecer constante, como si el sol se hundiese en el horizonte eternamente. Sintió sus músculos relajarse ante la cálida arena brillante bajo su cuerpo dolorido y mojado. La apretó entre sus dedos magullados por primera vez en mucho tiempo y, casi sin pensarlo, soltó una sonora carcajada que debió escucharse en toda la playa. Estaba viva.

Al cabo de un rato intentando recuperar las fuerzas se incorporó sobre los codos para ver qué era lo que quedaba de su cápsula de descenso. Aquel había tenido que ser su hogar en los próximos días o semanas, según el tiempo que durase su misión. Ahora tendría que buscar una alternativa: las patas sobre las que debía haberse posado el aparato estaban dobladas de forma irreparable y el módulo de ascenso yacía sobre uno de sus laterales, sumergido unos metros e incrustado en la arena del fondo de la bahía. La zona de habitabilidad parecía más o menos intacta, al menos desde la distancia. Quizás podría salvar algo de allí, pero el conjunto humeaba y su traje había sido dañado durante el accidente así que iba a ser peligroso acercarse a una bomba llena de hidrazina, al menos en el corto plazo. Tendría que buscarse la vida en el trozo de tierra firme en el que había terminado.

Miró a su alrededor. La playa continuaba unas decenas de metros en cada dirección y terminaba en sendas lenguas rocosas que hacían que la mar estuviese tranquila en la zona en la que su nave se había estrellado. En la punta de uno de aquellos cabos creyó ver lo que podrían haber sido los restos de un poste, como un asta de bandera corroída por los años y el mar. En dirección opuesta, a pocos metros, un bosque de palmeras nacía en la misma arena y se extendía hacia el interior. A lo lejos un pequeño montículo escarpado coronaba el paisaje. Era difícil adivinar el tamaño de la isla desde donde se encontraba, pero de sus exiguos informes recordaba que aquel lugar debía tener al menos varios cientos de kilómetros de diámetro.

Se quedó mirando un rato hacia las curvadas palmeras oscuras, y entonces las vio: dos figuras femeninas la observaban desde la espesura. Eran humanoides, pero tenían las orejas puntiagudas y los ojos almendrados, como si se tratara de criaturas élficas salidas de un viejo relato de fantasía. La miraban desde las hojas, ocultando sus cuerpos desnudos pero sin preocuparse demasiado de no ser vistas. Sus miradas eran de profunda curiosidad pero la cautela parecía impedirles aproximarse.

Dayana lanzó un silbido en su dirección y, tan rápido como habían aparecido, se esfumaron. No parecían seres demasiado acogedores, aunque tampoco esperaba mucho confeti tras semejante aterrizaje. No obstante aquello la intrigó, ya que no esperaba encontrar más que un solo superviviente en aquel lugar.

Llevaba demasiado tiempo expuesta al sol, debía adentrarse en aquella selva, o al menos encontrar un sitio donde sentarse a la sombra. Era un consuelo que al menos los supervivientes no la hubieran recibido a flechazos. Aunque quizás a estas alturas la tomasen como una divinidad venida de los cielos. Rió ante la fantasía de ser venerada como una diosa mientras, exhausta y todavía algo confusa, arrastraba los pies penosamente por la arena. Cuando llegó a la linde no encontró ninguna seña de aquellas esbeltas criaturas. Fueran quienes fuesen no habían dejado ni rastro de su presencia. Quizás habían sido imaginaciones suyas.

Al entrar en la espesura se dio cuenta de que el suelo, aun estando lleno de arena, adquiría repentinamente una firmeza considerable, como si hubiese una plataforma bajo sus pies. Lo palpó levemente con cuidado. Aquello era efectivamente una superficie lisa, como un camino de losas semi-enterradas que se adentraban en el bosque formando un sendero. Miró hacia su nave moribunda una vez más. Aquel camino debería llevar a algún lugar civilizado... Y quizás no tendría que adentrarse en el amasijo que era ahora su nave para encontrar agua, comida y cobijo. Con dificultad siguió caminando despacio por aquel sendero a todas luces artificial.

Por fin el camino se abrió a un claro y en el centro, para su sorpresa, Dayana pudo ver lo que parecía a todas luces un edificio humano, más concretamente una diminuta clínica de respuesta inmediata. Parecía completamente nueva, como recién instalada: los oscuros muros modulares limpios salvo por restos de aquella arena blanca deslumbrante, las ventanas circulares impolutas, las esquinas romas reforzadas de metal brillante... Si no fuese por la omnipresente arena que cubría algunos de los rincones habría dicho que aquella clínica había sido desplegada para ella.

A pocos metros del edificio, junto al camino que conducía a la entrada, había una especie de escultura de un material pétreo que Dayana no supo reconocer. Tenía una forma aracnoide, con cuatro patas sosteniendo un cuerpo formado por un cuello circular coronado por un cubo del cual surgían unas pequeñas garras articuladas. Jamás había visto algo parecido.

Se acercó con cautela al edificio. Al pasar al lado de la extraña escultura se percató de que su superficie tenía grabada una delicada filigrana, ahora totalmente rellena por la arena blanca. Se aproximó a la entrada de la clínica, tan familiarmente humana que contrastaba con el extraño artefacto que la custodiaba. Miro por última vez hacia la espesura y, tras unos instantes de duda, accedió al interior.


***


Alex caminaba acompañada por sus concubinas cuando vio el cielo partirse en dos con un sonido estremecedor. Alzó la vista y vio una larga estela humeante en el tono azul rojizo del amanecer. Miró a sus acompañantes y sin mediar palabra las tres subieron a sus monturas de ocho patas y cabalgaron en dirección al punto donde aquel objeto parecía haberse estrellado.

Parecía que la ayuda acababa de personarse en su paraíso. Sin lugar a dudas tendría una larga conversación con los recién llegados. Pero primero debía estar lista para recibirlos.

—Frey, Xera, por favor, vosotras llegaréis antes que yo, id al lugar donde han aterrizado, yo iré a prepararme para recibir a los visitantes.

—Claro Creadora —respondieron ambas al unísono con voz dulce y servil. Acto seguido el grupo se separó.

Sus esbeltas monturas silbaron ante las órdenes de sus hermosas jinetes. Alex miró aquellos cuerpos desnudos adentrarse en la espesura hasta perderlas de vista. Suspiró. Sabía que este día llegaría, pero había guardado la esperanza de que quizás nadie nunca se molestase en regresar. Sin duda había estado equivocada.



 

¡Gracias por leer este fragmento! Espero que lo hayas disfrutado igual que yo he disfrutado escribiéndolo.

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