La Arena Exuberante (Parte 6 - Diosas de carne)
- doctoracifiero
- 15 nov 2020
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 23 nov 2020
Cuando Dayana salió del lago había dejado de llover. Se deshizo de su equipo de buceo y caminó con su traje de neopreno ajustado por las rocas húmedas de la inclinada pendiente que rodeaba el cráter en dirección al cubículo donde se habían refugiado sus dos compañeros de viaje. Aunque tras las revelaciones que acababa de tener quizás debería empezar a llamarlos siervos. Reprimió una involuntaria sonrisa que brotó de sus labios ante la idea de tener una corte de sirvientes adeptos que la venerasen como la diosa que al parecer era en aquel planeta. No importaba demasiado quién hubiese sido su Creador original, o a qué facción pertenecieran. Sintió vértigo a medida que asimilaba toda la información. Tenía en sus manos que la adorasen, ya fuese amada o temida, y sin previo aviso comenzó a sentirse tremendamete incómoda.
Alzó la vista a poca distancia del refugio. Pudo leer el lenguaje de los cuerpos de Xera y Haquil: sus miradas cómplices de su piel culpable. La élfide se ajustaba el ceñido traje ayudada por su voluminoso compañero, que acompañaba sus gestos con alguna sensual caricia ocasionalmente adecuada.
A pesar de todo, parecía que ambos habían logrado dejar de lado sus diferencias en el poco tiempo que llevaban conociéndose. Aquel romance entre dos criaturas tan distintas le producía una extraña sensación de regocijo. Quizás era ella la luz de esperanza que necesitaban, como si un destino no escrito la hubiera llamado a llegar a aquella isla en aquel planeta de cielos de sangre.
El hombre-halcón por su parte seguía con aquel semblante casi inexpresivo, pero había removido su taparrabos sin pudor y no parecía tener ninguna intención de ponérselo de nuevo. Dayana admiró las dimensiones de su miembro de forma extraña, oscuro, grueso en la base y afilado en la punta de un glande ancho, casi humano. Sintió un cosquilleo y apartó la mirada. Esperaba encontrarse algo mucho menos humano entre las piernas de aquel hombre-pájaro. Lo miró fijamente a los ojos.
—Haquil, quiero que me lleves ante los exiliados.
El hombre-halcón asintió con una ligera reverencia.
***
Xera miró una última vez al camino de regreso al que había sido su único hogar. Tras un profundo suspiro se dio la vuelta y siguió a sus dos compañeros. Juntos cruzaron al otro lado del riachuelo, atravesando el barro gris que lo rodeaba. Del mismo modo que con el bosque del otro lado, la línea que formaban los Arquitectos creaba el repentino límite de una jungla, muy distinta al único bosque que Xera había conocido. Allí el terreno era mucho más agreste, pero Haquil parecía haber predicho sus decisiones y les había recomendado traer consigo los equipos adecuados. Aunque su montura había quedado atrás, Xera dudaba que aquel terreno fuese apto para cabalgar.
—Este es el hogar de la tribu Bodu, los hombres-tigre. Hay que tener cuidado, pero vos, Creadora, estáis a salvo —dijo Haquil, que abría el paso de un sendero casi invisible plagado de maleza y a todas luces poco transitado.
Tras escuchar aquellas palabras, Xera se quedó pensativa. Unas horas atrás, cuando escuchó a Dayana pedirle a Haquil que la llevase ante los exiliados, no dudó en acompañarla. Alex, su Creadora, jamás había mostrado la compasión, el cariño y la atención que Dayana irradiaba. Además, la sensación de seguridad que la rodeaba hacía derretir a la joven élfide. Sin embargo, tras escuchar las palabras del hombre-halcón, sintió por un momento que el hechizo se resquebrajaba. Por un instante casi se arrepintió de haber tomado la decisión de acompañar a Dayana. Haquil había demostrado no ser peligroso, más bien todo lo contrario. ¿Acaso eran todos los exiliados igual de pacíficos? Bien que la Creadora estuviera a salvo pero, ¿y ella?
—Dayana, no sé si este lugar es adecuado para gente como yo... —comenzó diciendo con voz ligeramente sombría.
Dayana se detuvo en seco y se volvió hacia ella. El olor fresco de las plantas silvestres y los pájaros en la distancia contrastaban con la escasa luz que llegaba al suelo de la jungla. Aquella tenue oscuridad hacía que el rostro de piel café de Dayana tuviese un aspecto salvaje, y que sus ojos y dientes destacasen mucho más de lo habitual. Xera sintió un escalofrío. Aquel ser salvaje y todopoderoso se acercó a la élfide con gesto serio. Sujetó a la joven de piel gris por las caderas con aquella delicada firmeza. La élfide sintió su corazón a punto de salirle por la boca.
—Xera, lo que voy a decir quizás te suene extraño, pero te quiero a mi lado —su voz era convincente. Xera sintió que una burbuja las rodeaba y que no existía nadie más que ellas dos en aquel mundo. Ni tribus salvajes, ni exiliados resentidos, ni líderes déspotas. Solo ella y la que ahora era el objeto de su deseo, una diosa caída de los cielos capaz de hacer realidad todo lo que ellas necesitasen. Se sintió reconfortada al instante y sonrió. Quiso besarla, pero aquel ser imposible siguió hablando—. Sin embargo, entiendo que quieras regresar con los tuyos, así que si quieres volver te acompañaré de regreso al lago de las élfides. No quiero obligarte a que vengas conmigo si no lo deseas. Pero si decides acompañarme, me aseguraré de que no te ocurra nada. Te lo prometo.
—No hace falta que me prometas nada, Day. —Se acercó y la besó en la boca. Sintió sus labios carnosos, mordió el labio inferior de Dayana con dulzura. Era suya, no podía resistir aquel magnetismo. La amaba y la veneraba. Necesitaba estar a su lado. Aquella otra deidad podía quedarse en su cueva si lo deseaba. Ella ya había elegido a quién seguir. Su mirada se volvió a ensombrecer ante la idea. —Pero, mi hermana...
—Volveremos por tu hermana. No te preocupes.
Siguieron caminando por la jungla durante varias horas. Xera empezó a sentir que le ardían las piernas. Por suerte Dayana había recuperado una especie de calzado adaptable con sendas tiras que permitían ajustarse al pie, el tobillo y la pantorrilla. Al rato hicieron un alto y se sentaron a comer las raciones que Dayana había recuperado de la nave. Las dos mujeres se sentaron sobre unas rocas rodeadas por hojarasca. Xera estiró las piernas aliviada mientras observaba a Haquil que ni siquiera hizo amago de darse un respiro. No tenía claro si era porque no lo necesitaba o por la presencia de la tribu que había mencionado antes. Regresando al recuerdo del refugio bajo la lluvia, la joven pensó que la primera opción era bastante plausible. Aquellos momentos habían sido vibrantes. Haquil era, literalmente, una bestia en lo que al sexo se refería. Recordó cómo a pesar del escaso espacio la había tomado en volandas con sus fuertes brazos cuando ella ya no podía mantenerse en pie y había seguido haciéndole de todo con aquella fuerza instintiva y primaria. ¿Acaso todos los exiliados eran como él? Sintió aquel chisporroteo entre las piernas bajo el ajustado traje sobre la roca en la que estaba sentada. Cruzó las piernas y se recostó contra un árbol. La idea de una tribu de hombres-tigre salvajes empezaba a no sonarle tan terrible como en un principio.
De pronto, Haquil volvió la cabeza rápidamente en dirección a la espesura, tratando en vano de ver más allá. Casi al instante una fina púa, como un gran aguijón negro, se clavó en su hombro. Retrocedió un par de pasos y extendió instintivamente sus grandes alas. A la primera se unieron dos más, que silbaron cortando la quietud del bosque para clavarse con precisión en el torso y la pierna del hombre-halcón. Haquil se sacó rápidamente la primera púa, y la examinó un segundo antes de rodearse con sus alas. Más púas silbaron en el aire, éstas dirigidas contra las dos sorprendidas. Dayana se había puesto en pie casi de inmediato, pero Xera dudó que aquello fuese una buena idea. No obstante fue alcanzada por uno de aquellos proyectiles que se clavó con una leve punzada en su cuello, mientras Dayana recibía otra oleada similar a la de Haquil. Ambas se miraron.
—¡Xera…!
La joven empezó a sentir el veneno trepar rápidamente por sus venas y casi al instante sintió que se mareaba. El mundo le daba vueltas. Sintió los brazos de Haquil rodeándola, aunque le pareció que carecían de la firmeza que recordaba. Agitaba las alas en un intento de emprender el vuelo. No llegó a saber si lo consiguió: momentos después sintió la hojarasca en su rostro y, en el límite del desvanecimiento, adivinó a ver una pierna felina cubierta por un denso pelaje corto y terminada en unas garras afiladas de dedos gruesos.
Momentos después el mundo se volvió negro.
***
Xera abrió los ojos con dificultad. Hubiera dado un respingo si no llegase a estar todavía tan noqueada por los somníferos. Ante ella se encontraban dos felinos antropomórficos de vivos colores y aspecto guerrero. Parecían un macho y una hembra, prácticamente sin ninguna prenda, y la examinaban con curiosidad. El resto del mundo palpitaba desenfocado pero pudo adivinar que un puñado de formas similares a aquellos dos guerreros caminaban a su alrededor. Se encontraban sin duda en la jungla, quizás en el mismo claro donde habían sido atacadas, pero estaba demasiado mareada para saberlo con certeza. No detectó ningún signo de violencia ni le pareció que le hubiesen hecho ningún daño.
Al ver que abría los ojos los dos guerreros se pusieron a su lado para ayudarla a levantarse, pero sus piernas no le respondían. Tras varios intentos la dejaron de nuevo apoyada en la hojarasca y la hembra empezó a dar instrucciones al macho en un lenguaje ininteligible. Xera sintió que el mundo volvía a desvanecerse.
***
Cuando abrió los ojos de nuevo se encontró desnuda y amarrada en una posición humillante. Sus brazos y piernas estaban atados a una gruesa vara de madera de la que colgaba como una presa recién cazada, la cual era transportada a los hombros de dos de aquellos enormes felinos antropomórficos de anchas espaldas. Se sentía mareada todavía a causa de la sustancia somnífera que impregnaba aquellos proyectiles, pero quitando sus brazos y cuello entumecidos por los amarres y la postura parecía estar de una sola pieza. Gimió levemente y el hombre-tigre que caminaba detrás le hizo un gesto al de delante para que se detuviera. Un tercero acudió a la llamada, Xera creyó ver que se trataba de la hembra de antes, la cual agitó una mano delante del rostro de la élfide para a continuación hacerles un gesto a los dos porteadores y retomar la marcha. Xera dedujo entonces que debían de estar esperando a que los efectos de los somníferos pasasen. Desconocía los motivos de tal interés, ya que los dos guerreros se veían perfectamente capaces de transportarla, pero aun con todo lo pacíficos que de momento le parecían no le vendría mal una explicación.
Cuando por fin logró enfocar la vista vio que su rostro se encontraba a pocos centímetros del trasero firme y desnudo de uno de sus dos porteadores, mientras el propio suyo estaba totalmente expuesto al felino que iba detrás, el cual solamente tenía que bajar la mirada para contemplar sus muslos, caderas, vagina, ano... Para hacer la situación más tensa todavía, de vez en cuando y por culpa del balanceo de la marcha, las duras nalgas del guerrero que marchaba delante chocaban con su rostro, mientras que las de Xera rozaban con el cuerpo desnudo del que los seguía. La hermosa élfide jamás había sentido pudor alguno, de hecho casi toda su vida había vivido desnuda, pero en aquellas circunstancias se sentía tremendamente expuesta, cosificada y humillada. Y aquello extrañamente hacía que sintiera un revoloteo en su vientre. ¿Acaso era normal que se excitase tanto ante un secuestro, por benévolo que pareciera? Quizás fuese a consecuencia de los somníferos, o podía ser que Dayana tuviera razón al decir que su gente tenía el instinto sexual demasiado exacerbado.
La procesión parecía una partida de caza de media docena de aquellos grandes felinos guerreros armados con lanzas y cerbatanas. La mayoría lucían sus esculturales cuerpos sin pudor, similar a como las élfides lo hacían en su bosque, y sus pieles y pelaje estaban pintados con complejas formas y diseños tribales. Sus únicas prendas eran unas bandas de las que colgaban bolsas de cuero con agua además de unas cuerdas alrededor de sus cinturas con las que sujetaban sus miembros, posiblemente para no dañarlos con la maleza cuando avanzaban por la espesura. Xera hizo un esfuerzo para mirar atrás y alcanzó a ver cómo otros dos felinos igualmente corpulentos cargaban de Dayana en una postura similar a la suya. Parecía que ella seguía inconsciente, quizás porque había recibido una mayor dosis de veneno que Xera. No obstante no había ni rastro de Haquil.
La partida descansaba cada poco tiempo, momento en el que los felinos depositaban sus fardos y sus presas en el suelo, examinaban las ataduras y comprobaban su estado. Xera vio claramente que no solo se aseguraban de que no se soltasen sino que parecían tratar de no hacerles daño aflojando ligeramente los nudos cuando se detenían. Aquello la extrañó, ¿no eran acaso sus presas? ¿qué les importaba que sus manos y pies quedasen dañados para siempre a causa de una atadura prolongada? Xera también se extrañó de que ninguno hubiese intentado abusar de ellas en una situación tan vulnerable. No eran salvajes movidos por el instinto, de eso no había la menor duda. Quizás no las viesen como presas, sino como algo más. Algo que debía ser conservado impoluto. Aquello la tranquilizó. Al menos no parecía que fueran a devorarlas...
La marcha era liderada por una hembra felina, la misma que la había examinado en las ocasiones anteriores. Aunque no entendía lo que decían, Xera fue rápidamente consciente de que aquella era la jefa de la expedición. Era musculosa, corpulenta como sus compañeros aunque ligeramente más esbelta y apenas iba tapada algo más que ellos. En una de las pausas se aproximó a Xera de nuevo al ver que ya había cobrado la consciencia por completo. Su mirada era agresiva, pero sus movimientos armoniosos como los de un felino saltando a una roca. Soltó los nudos de la vara a la que Xera estaba amarrada y la apartó. Luego, tras considerar que ya podía caminar, soltó sus muñecas y tobillos. La élfide se sintió aliviada al no tener que mantenerse sujeta al incómodo poste del que había colgado mientras permanecía semi-inconsciente. Aquella chamán-guerrera se la quedó mirando unos segundos, olfateando su rostro. La élfide admiró el color de aquellos ojos amarillos y verdes y sintió el cosquilleo de los bigotes en sus mejillas.
—¿Qué...? —tartamudeó la élfide—. ¿Qué queréis de nosotras? Sois de la tribu Bodu, ¿verdad? —La corpulenta mujer-tigre no respondió. Siguió examinando su rostro, como movida por una profunda curiosidad. Al menos lo había intentado. Aquella criatura salvaje introdujo sus dedos en una de las muchas bolsitas que colgaban de su cinturón y extrajo dos pequeñas esferas marrones con aspecto aceitoso. Las pasó por debajo de la nariz de Xera. Olían a una mezcla de hierbas aromáticas, muchas de las cuales no supo reconocer a pesar de su fino olfato. Luego, ante la atenta mirada de Xera, se arremangó la tela que cubría su sexo e introdujo una de aquellas esferas en su vagina. A continuación puso la otra en las manos ahora libres de la élfide, y con un gesto la invitó a hacer lo mismo. La joven dudó unos segundos. La había desatado, vale, pero ¿qué era aquella sustancia aceitosa? ¿qué efectos tenían aquellas plantas? La mujer-tigre la miró fijamente, como leyendo sus pensamientos. A continuación se tapó los ojos con las manos, para luego abrirlas, y luego hizo lo mismo con los oídos y la boca. Parecía que quería decirle algo, ¿algo sobre abrir los ojos, los oídos y la boca? ¿acaso pretendía obtener información metiéndole un aceite de hierbas dentro? Xera no estaba demasiado convencida, pero parecía que aquella criatura no se marcharía hasta que lo hiciera. "Si ella lo ha hecho tampoco creo que sea ningún veneno..." pensó Xera, volviendo a examinar la esfera. Después la introdujo despacio con sus delicados dedos. La extraña chamán la invitó con gestos a colocar el objeto lo más profundamente posible. Xera hizo caso. Finalmente, la líder puso la palma de su mano tapando su sexo, y luego el de Xera, como gesto de comprensión. La élfide estaba aún más confusa, pero lo hecho, hecho estaba.
Unos minutos más tarde la expedición siguió avanzando por la espesura, siempre encabezada por aquella enigmática chamán. Esta vez Xera avanzaba caminando, escoltada muy de cerca por los dos guerreros felinos.
Había perdido la noción del tiempo cuando las hierbas empezaron a hacerle efecto. Primero sintió todo su cuerpo arder, en especial su vagina y su clítoris. El caminar de la marcha hacía que sus muslos rozasen, y por momentos no supo mantener el ritmo del grupo, chocando varias veces con el felino que la seguía. Xera sintió en más de una ocasión el fuerte cuerpo del guerrero contra sus nalgas, y no pudo reprimir una risa nerviosa. El guerrero profirió varios sonidos guturales, y acabó sujetando a la liviana élfide en volandas, echándosela al hombro. Aquella demostración de fuerza volvió a traer a la mente de Xera el vibrante recuerdo de Haquil, lo cual no hizo más que excitarla más todavía.
Pronto los torsos, nalgas y miembros de los guerreros que la rodeaban empezaron a resultarle irresistiblemente atractivos. Tenía hambre, hambre de sentir aquellos cuerpos sobre ella. Hasta la visión de su diosa Dayana todavía inconsciente en aquella humillante postura le parecía tremendamente erótica. La imagen vívida del poder doblegado. La todopoderosa y compasiva Dayana sometida en cuerpo y alma a la voluntad de una tribu salvaje que podría hacerle lo que quisiera.
En un momento dado le pareció que la chamán estaba a su lado mirándola con aquellos ojos rasgados y su armonioso caminar felino, pero quizás eran imaginaciones suyas. En su fantasía visualizó los cuerpos de aquella líder y de otras mujeres-tigre como ella frotando sus sexos húmedos contra la piel oscura y brillante de Dayana, inmovilizada y abusada. Aquellos pensamientos que Xera veía reales, junto con el roce de sus muslos contra los fuertes brazos del guerrero que la sujetaba, fueron suficientes para que alcanzase el clímax.
Por fin llegaron a una aldea y el efecto alucinógeno de las plantas se intensificó. Desataron a Dayana y ambas fueron llevadas en volandas por los guerreros hasta la plaza de un poblado de cabañas de barro y paja, algunas a ras de suelo y otras colgadas de los árboles como panales de abejas.
Xera sintió decenas de formas esbeltas y otras corpulentas, de distintos tamaños, y todas con aquellos ojos rasgados, verdes y amarillos, que atravesaban su piel gris acariciando sus entrañas. Sintió los colores de los destellos del sol discurriendo por entre las densas copas de los árboles, reflejados en el fondo de aquellos múltiples ojos brillantes, derramando su luz sobre su cuerpo que ardía en deseo. Aquellos rayos de luz se sentían igual que las fuertes manos que sostenían su cuerpo desnudo en el aire. Xera se vio a sí misma y a Dayana suspendidas entre dos haces de luz multicolor que las sujetaban con una firmeza cálida y peluda, acogedores y sensuales.
Las tumbaron en una superficie suave y sedosa, que Xera sintió derretirse y transformarse en el agua de la sala de los estanques. La tela, ahora agua, la envolvía y se introducía por todo su cuerpo. Rió, gritó y gimió, no siempre en el mismo orden, y entonces se dio cuenta de que no estaba sola en aquel éxtasis orgásmico de sábanas líquidas y ásperas. Todavía sentía las manos de la chamán sobre su sexo, ¿o acaso la chamán estaba allí ahora mismo? Bajó la mirada y vio que efectivamente allí estaba entre las sábanas sobre las que la habían tumbado. Aquel rostro felino entre sus piernas, y sus ojos arrebatadores penetrándola. La élfide se deshizo en un orgasmo justo cuando escuchó una voz familiar. Dayana estaba con ella, por fin había despertado. Xera sonrió radiante de alegría al poder compartir aquel momento juntas, libres como estaban de todas sus ataduras.
—Xera, ¿qué ocurre? ¿son esas esferas que huelen extraño?
"Dayana, la diosa de mis sueños, fundamos nuestros cuerpos en este ardor, quiero sentir tus caricias en un orgasmo eterno. Necesito que me ames, necesito que me hagas tuya. Soy tu sierva por siempre y por siempre te amaré. Necesito que seas feliz, necesito ser feliz contigo, y ahora te necesito aquí, juntas, fundidas, sentir tus caricias de luz, tus lenguas de placer. Y quiero que todas las gentes de este mundo sean felices contigo. Sean amadas y ellas te amen. Necesito que te quedes conmigo para siempre…"
Cuando las hierbas hicieron efecto en Dayana la tribu entera gritó de júbilo. Ahora todos sabían quién de aquellas dos extrañas criaturas era la ansiada enviada de los cielos que les salvaría de sus penurias.
¡Gracias por leer este fragmento! Espero que lo hayas disfrutado igual que yo he disfrutado escribiéndolo.
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