Dayana abrió los ojos con Xera entre sus brazos. El bullicio del exterior de la choza la había desvelado. Se sentía extraña pero renovada. En una de las paredes colgaba un cinturón lleno de pequeñas bolsitas.
La chamán-guerrero de la tribu dormía en una hamaca al otro lado de la estancia. Al escuchar el leve sonido de Dayana al incorporarse sus orejas de gato rotaron y enseguida se dio la vuelta para mirar con sus ojos rasgados a aquellas dos criaturas que con toda seguridad le parecían fascinantes. Dayana recordaba todo lo que habían hecho durante el día anterior con una nitidez demasiado intensa. Cómo tras despertarla en el poblado y desatarla le había convencido para introducirse aquella esfera que le había embriagado durante un tiempo congelado en el ardor del placer.
No tenía muy claro cómo se habría visto aquella escena desde el exterior, con una esbelta joven de piel gris y orejas puntiagudas, una mujer-tigre musculada y llena de tatuajes y una humana atlética de piel oscura. Las tres enredadas en aquella danza de luz, aquel color placentero, aquel tacto musical entre sus piernas. Las sensaciones empezaron a embriagarla de nuevo ante la atenta mirada de la chamán, pero sabía que la experiencia estaba ahora muy lejos, como si de otro mundo de luz se tratase.
¿Acaso alguna de sus alucinaciones se habría hecho realidad durante todas aquellas extrañas horas? Recordó que había necesitado lluvia, sentir el agua caer sobre su rostro en un manantial. Había necesitado primero ser observada, y luego ser abandonada a su suerte, para luego ser hallada de nuevo. Había necesitado sentirse pertenecer. Ser una más en la tribu. Sabía que aquello sonaba a locura pero estaba convencida de que algo había cambiado no solamente en su interior sino también en todo lo que la rodeaba. Había necesitado sentir su boca llena, todos sus labios tersos y penetrados. Quería haber sentido varios miembros a la vez y ninguno al mismo tiempo. Había experimentado todo ello y más pero, ¿de verdad había sido tan real como el recuerdo sugería?
En ese instante una gota cayó en su frente y entonces se percató de las marcas de agua secas que habían quedado en las suaves sábanas de bordes dorados. Por alguna extraña razón tuvo la certeza de que todo aquello había sucedido de una forma mucho más real de lo que las hierbas le querían ocultar.
Estaba tremendamente hambrienta. No sabía lo que comerían en aquella tribu pero no le importaba. Algo mareada se levantó del lecho de sábanas demasiado bien fabricadas para tratarse de una tribu salvaje. La líder del poblado se incorporó de su hamaca y la observó avanzar desnuda hacia la puerta. Cuando la abrió la luz sangrienta del atardecer del planeta reflejó en su piel oscura, que ahora estaba adornada con vetas y filigranas de colores: cintas azules turquesa, círculos verdes acabados en puntas, figuras geométricas blancas como la nieve… Miró al exterior y observó el poblado adaptado a la jungla que lo rodeaba, con algunas de las chozas colgando de los gruesos troncos, y con la suya en lo más alto, todas iluminadas por rudimentarias antorchas. Entonces vio que las mismas filigranas que decoraban ahora su cuerpo habían sido plasmadas en los muros de las casas, sus tejados de ramas, las telas que hacían de puertas y ventanas, sus estructuras de soporte y hasta en los troncos de los inmensos árboles que se perdían en las alturas, ahora invisibles por la oscuridad de la noche que llegaba. Dayana no recordaba que aquellas pinturas estuvieran allí cuando la expedición llegó.
En el momento en que puso sus manos sobre la húmeda barandilla de madera, que hacía de balcón en las alturas, escuchó una ovación salvaje y primaria proveniente de todos los otros balcones, así como de los puentes y plataformas que comunicaban algunas chozas. La chamán y Xera salieron justo detrás de Dayana al escuchar el estruendo de los vítores. La tribu Bodu al completo, unas pocas docenas de tigres antropomórficos, gritaban con toda la fuerza de sus pulmones felinos celebrando el despertar de la divinidad que les había traído la lluvia.
Dayana se los quedó mirando unos instantes con una mezcla de extrañeza y pesadumbre en los ojos. Xera a su espalda la sujetó del hombro mientras se aproximaba a su oído.
—¿Este poblado no es demasiado grande como para alojar a tan pocos? Estas gentes... —comenzó Xera con voz cautelosa.
—Están al borde de la extinción —terminó Dayana, agachando la mirada. Xera asintió lentamente con el ceño ligeramente fruncido.
***
Al poco rato la tribu había montado una enorme fiesta en la plaza del poblado. Una gran hoguera rodeada por un círculo de bailarines y alrededor de éste suculentos manjares servidos sobre grandes hojas de alguna planta que Dayana no reconoció. No había visto cocinar nada, pero el aspecto que tenían aquellos platos era demasiado elaborado para tratarse de una tribu basada en la caza y recolección: delicados quesos gratinados, filetes de carne asada con olor a especias, pescados rebozados... Dayana tenía la boca abierta, aquello casi parecía salido de las alucinaciones de las hierbas. Un guerrero de anchas espaldas se aproximó a ella sujetando con sus grandes brazos tatuados un bol de barro rudimentario con algo parecido a una sopa de verduras. Olía espectacular. Dayana se acercó el recipiente a los labios mientras examinaba su contenido con curiosidad. ¡Hasta había fideos!
Xera se le aproximó por la espalda, y tras sujetarla por las caderas y besarla en la mejilla se acercó a su oído como había hecho en el balcón.
—Ahora parece que empiezas a darte cuenta de lo poderosa que eres, Day.
La aludida se volvió hacia ella, en su rostro la sorpresa se mezcló con una extraña convicción.
—¿Siempre vas a acercarte a tu diosa con ese sigilo? —dijo con un tono cómicamente serio. Ambas rieron y a continuación se fundieron en un largo beso.
La noche era cerrada y la hoguera de varios metros de altura ardía implacable. Varios miembros de la tribu entraban en el círculo de bailarines para alimentarla con troncos aceitosos. Dayana y Xera estaban embobadas ante la hipnótica imagen. Pasaron horas devorando aquella comida, observando las elegantes y sensuales danzas primigenias de aquel pueblo felino. Los violentos gestos y gritos de guerra se combinaban con saltos y giros ágiles y elegantes en una perfecta combinación de equilibrio, fuerza y gracia. El banquete estaba encabezado por la chamán que ya conocían y el que parecía ser el líder guerrero, ambos comiendo sobre unas plataformas elevadas por encima del resto de forma que pudieran ver cualquier parte del círculo de gente que bailaba, cantaba o comía. Lo único que los diferenciaba aparentemente era el bastón de madera oscura que el líder guerrero portaba siempre. No parecía que los Bodu tuvieran roles marcados y, salvo los dos líderes, todas aquellas gentes parecían iguales, ya fuesen de cualquier género o edad. Dayana se extrañó al ver los primeros niños desde que llegó a la isla. A penas sumarían media docena en total y eran tratados como adultos enseguida. Supuso que los números no jugaban en favor de aquella tribu, y los más jóvenes tenían una infancia corta para incorporarse cuanto antes a la vida adulta y contribuir a una sociedad a todas luces en proceso de desaparición.
Tras haber cenado dejó de ver a los más jóvenes. Posiblemente los habrían llevado a dormir, pensó. Dayana se entristeció ante la idea de que aquellas hermosas criaturas salvajes desaparecieran de su santuario en aquella jungla idílica, y una necesidad se dibujó en su mente: la de que aquella se convirtiera en una próspera y fértil civilización.
Pasaron las horas y la noche se adentró. Las antorchas y las llamas refulgían inagotables, al igual que los atléticos bailarines. El olor de las plantas que despedía la madera ardiendo llegó a Dayana como un recuerdo lejano pero nítido y enseguida se dio cuenta de que los troncos y ramas que estaban echando en la hoguera parecían estar empapados en el mismo aceite que impregnaba las esferas del día anterior. Pronto empezó a sentir los efectos de las hierbas de nuevo, mientras toda la tribu se fundía en un torbellino afrodisíaco.
Las recién llegadas pronto empezaron a ver muestras de los efectos entre los miembros de la tribu, o acaso era parte del ritual de coronación, era difícil saberlo: una bailarina salió del círculo para comenzar a danzar alrededor de un grupo de guerreros que la observaban con la lujuria en sus ojos felinos. Dos guerreros se acariciaban distraídamente sus respectivos miembros. Otro bailarín mostraba una visible erección ante la atenta mirada de dos guerreras que lo observaban con fingido desdén. Cuando quisieron darse cuenta había algunos Bodu ya fundidos en abrazos o en una danza mucho menos sutil, y pasadas un par de horas empezaron a escucharse gritos de pasión al otro lado de la hoguera.
Dayana estaba recostada sobre los cojines que rodeaban el círculo cerca de los dos líderes que observaban la escena con atención. Ella también se encontraba a una altura por encima de los demás, lo cual parecía ser un símbolo de poder en las costumbres Bodu. De nuevo se recreó en el tacto de la tela mullida, similar a las sábanas en las que habían pasado su primer día. Demasiado buenas para haber sido elaboradas por aquella tribu. ¿De dónde las habían sacado? ¿Acaso ella también había necesitado aquello? Conociéndose le parecía algo quizás un poco caprichoso. Examinó los símbolos que había trazados en la fina tela, y reconoció rápidamente la forma de dunas que tenía el dibujo de los ribetes dorados del cojín, el mismo ornamento que decoraba las sábanas de la cabaña. ¿Quién las habría tejido? Siguió examinando la tela unos minutos, pero el efecto de las hierbas y el entorno seductor la terminó distrayendo.
Uno de los bailarines pasó cerca suya y pudo ver los detalles de su miembro. Ahora hinchado en su erección y con una forma de garfio ascendente, parecía tener algún tipo de protuberancias a lo largo de la línea ventral, como pequeñas esferas duras. Dayana recordó el pene de Haquil y remarcó en su mente los parecidos que ambos tenían con los de los humanos, no obstante completamente distintos entre sí aunque igualmente bestiales.
Momentos después sintió la caricia de Xera en sus muslos, que se encontraba bajo sus pies observando a una pareja de Bodu mientras copulaban frente al fuego de la hoguera a unos pocos metros. La guerrera estaba postrada sobre su vientre con sus piernas estiradas mientras el guerrero, subido a horcajadas sobre su trasero, la sujetaba del cuello mientras la penetraba salvajemente.
Xera emitió un gemido y Dayana se percató entonces de que no había podido evitar empezar a tocarse. Acarició sus cabellos de plata y sus labios sensuales mientras ella, sin apartar la mirada de aquella bestial cópula, se agarraba uno de sus pechos con la mano que tenía libre. Dayana no soportaba ser ignorada de aquella forma. Sujetó a Xera del cuello obligándola a reclinar su cabeza hacia atrás. La élfide cerró los ojos mientras soltaba un pequeño grito de sorpresa y se mordía el labio inferior.
—Por encima de todo, te quiero a ti, Day… —dijo ella en un hilo de voz con los ojos entornados.
Dayana no pudo resistirlo más y la besó. Desde la misma altura que ella, sobre sus cojines, los dos líderes Bodu las observaban con atención.
***
Habían pasado unos cuantos días en aquella jungla y Dayana no se sentía del todo cómoda rodeada de aquellos seres. No es que la disgustaran en absoluto, pero se había esforzado por comunicarse con ellos y había conseguido poco más que un rudimentario lenguaje de gestos. Además la humana, por algún motivo, prefería la esbelta, delgada y elegante figura de Xera frente al aspecto musculoso y bestial de los machos y hembras Bodu.
Xera, sin embargo, había cambiado. Conforme pasaban los días había comenzado a desatar su instinto sexual, dejando libre a su bestia interior y fundiéndose con aquella tribu que había temido no hacía mucho. Dayana no había conocido a un pueblo con semejante ímpetu sexual, ni siquiera a las ardientes élfides que servían a Alex. Xera parecía haberse contagiado de aquel fervor, a lo que se sumaba un ansia por explorar aquellas nuevas formas de placer. La había sorprendido repetidas veces en sus desinhibidas escapadas para unirse a las aparentemente siempre dispuestas gentes de la tribu, ya fuese individualmente o en grupos. No parecía importarle quiénes fuesen, aunque la joven élfide parecía tener una cierta fijación por aquellos Bodu más corpulentos, independientemente de que fuesen machos o hembras. Incluso había aprendido sus danzas para luego utilizarlas en el lecho, con Dayana o sin ella.
No obstante, la joven de piel gris, antes despierta y curiosa, parecía ahora distraída y ausente cuando estaban a solas. Al principio Dayana quiso ignorarlo, achacándolo a un período de adaptación y descubrimiento. Era una mente abierta y quería aprender y sentir. Sin embargo, conforme pasaban los días las ausencias de Xera eran cada vez menos en mente y más en cuerpo: comenzó a escabullirse cuando pensaba que Dayana no la veía y en más de una ocasión la sorprendió entrando en la cabaña en la que dormían con algún —o algunos— acompañantes.
La picadura de los celos comenzó a ser una molestia cada vez más creciente, la cual se intensificó cuando una noche Dayana no pudo pegar ojo. Xera no había aparecido en toda la noche y la mujer no podía resistir su ausencia. La necesitaba cerca, la necesitaba ahora. Miró el cinturón colgado de la pared, con las pequeñas bolsitas llenas de aquellas esferas que lo hacían todo realidad. Una sola esfera podría desatar a la Creadora que llevaba dentro y hacer que todas sus necesidades estuvieran cubiertas por completo.
La tentación era demasiado fuerte.
El suelo crujía levemente a medida que se aproximaba con los pies desnudos. Tomó una de aquellas esferas resbaladizas y se la acercó al rostro. Recordó el olor de aquella hoguera en la que se habían dicho y hecho tantas cosas…
—Xera, perdóname por esto… —susurró Dayana en la soledad de aquellas cuatro paredes oscuras. Cerró los ojos húmedos con un suspiro y se tragó la esfera con dificultad.
En ese instante, el tiempo se detuvo. O más bien fue ella la que lo hizo.
Cuando abrió los ojos el negro del cielo se había tornado en rojo. Justo en ese momento, Xera entraba por la puerta de la cabaña con todo el sigilo que le permitía la madera crujiente. Se detuvo sobresaltada al ver la figura de Dayana recortada contra la luz que atravesaba la ventana implacable.
—Oh, Day, estás… despierta.
—Sí, no he podido dormir.
—Eh… ¿te encuentras bien?
Hubo un tenso silencio solamente roto por el sonido de los pequeños adornos de las tiras de madera de la entrada chocando entre sí.
—Ya no hace falta que vengas a dormir aquí. No eres mi esclava. Eres libre de hacer lo que quieras con quien quieras... O quienes quieras.
—Pero… No lo entiendo Day, ya sabes que yo por encima de tod…
—¡Ni se te ocurra terminar esa frase! —gritó Dayana furiosa. ¿Cómo se atrevía a pronunciar esas palabras en aquel momento? Dayana estaba fuera de sí—. ¿Quieres acompañarme en mi viaje? ¡Bien! Pero ya no soporto esta distancia. No pienso compartir un lecho contigo nunca más.
Otro tenso silencio. Esta vez el gesto de Xera era de confusión. La miraba con los ojos muy abiertos y poco a poco su rostro palideció.
—Sí, Creadora —dijo apartando la mirada hacia los pies del lecho—. Lo siento, no era mi intención ofenderla. —continuó con voz temblorosa mientras retrocedía lentamente hacia la puerta—. Ah… ahora me marcharé. No… no quiero importunarla. Lo… lo siento.
—Xera, yo… —comenzó Dayana al percatarse de su error. Recordó entonces el gesto de terror de un rostro idéntico al suyo, en la sala de los estanques, y entonces lo comprendió. Sintió cómo su cuerpo se sacudía por un escalofrío que casi le hizo arquear la espalda y cómo un sabor amargo ascendía por su garganta. Quería salir de allí, marcharse lejos. De pronto las hierbas hicieron su efecto repentinamente y una niebla roja la envolvió.
Dayana sintió que flotaba en el aire, suspendida en lo alto de las copas de los árboles mientras dejaba atrás la cabaña en la que una sorprendida Xera la había visto atravesar el techo como si de un fantasma rojo se tratase. Desde las alturas del bosque, aquel fantasma rojo de Dayana vio a la tribu comenzar un nuevo día bajo sus pies, como pequeñas hormigas perezosas que se preparan para la rutina diaria. Descendió hasta la plaza que había en el centro, envuelta en aquella niebla ante las miradas de admiración y sorpresa de los pocos que la vieron bajar de las alturas. Cuando tocó tierra la niebla se disipó y todos la miraron expectantes.
—Al infierno con todo —dijo Dayana a sabiendas de que nadie comprendía sus palabras. Miró momentáneamente a las dos hembras Bodu más esbeltas que tuvo a la vista, recorriéndolas de arriba abajo. Ambas le devolvieron la mirada y luego se miraron entre ellas con sorpresa y antelación. La humana chasqueó los dedos y al momento las escasas ropas que ambas llevaban cayeron al suelo. Sonrieron a su suerte mientras Dayana abandonaba la plaza para adentrarse en la jungla en dirección al riachuelo cercano. Las dos guerreras Bodu la siguieron, hablando en voz baja y riendo entre ellas. Dayana no las comprendía pero no era difícil adivinar que se estaban preguntando el porqué de aquel cambio de actitud en la Creadora.
Tampoco es que le importase nada demasiado en aquellos momentos, pensó. Era el momento de aprender de los Bodu desde dentro. Lo que tenían que ella carecía y de lo que eran capaces sus instintos primarios.
***
Desde aquel día, Dayana dejó de ver a Xera tan a menudo. Seguía sintiéndose fuera de lugar entre aquella tribu, pero se centró en intentar integrarse y entender a sus gentes y su historia.
Pronto aprendió que la sociedad Bodu había pasado por incontables penurias desde que su anterior Creador les abandonó. No supo entender las razones, pero aquello al parecer fue un cambio de paradigma para ellos. Aquel trauma había obligado a sus antes pacíficas gentes a sobrevivir en aquella jungla que pronto se tornaría hostil. Sus números socavados, sus recursos minados y su dependencia por su anterior Creador les había empujado al borde de la desaparición, pasando en poco tiempo de varios centenares a unas pocas docenas.
Pasado un tiempo la humana logró hacer entender a los líderes que debía seguir su camino, y que que quería saber de dónde provenían las telas que los Bodu poseían. Con gestos entendió que las habían obtenido de los habitantes de un lugar en mitad de un mar de dunas, los cuales habían sido lo suficientemente incautos como para adentrarse en la jungla. Tras expresar su deseo de ir a aquel lugar los líderes organizaron una partida y la tribu al completo despidió a sus dos visitantes con una fiesta no menos espectacular que la primera.
Durante aquella última noche varios miembros de la tribu se aproximaron para dar muestras de cariño al estilo Bodu: rozando sus rostros de una forma que hizo sonreír a Dayana por su parecido con los gatos domésticos que ella conocía. Sin duda el Creador de aquellos seres había sido humano.
Aquellos gestos fueron particularmente intensos con Xera, con la cual al parecer varios Bodu habían estrechado un vínculo que se extendía más allá del respeto y admiración divinos que Dayana les inspiraba. La Creadora bajó los ojos. Pero con una simple mirada Xera supo decirle que seguiría su camino con ella, por más lazos que hubiera creado con los habitantes de aquel lugar.
***
Por fin partieron hacia el límite de la jungla. Tras una larga jornada atravesando los agrestes senderos de aquella salvaje espesura el grupo, esta vez encabezado por ambos líderes, se detuvo en un claro del que nacía un camino mucho más despejado y ancho que los que usaban los Bodu para moverse por su hogar. Allí, además, la selva empezaba a mermar en densidad y el viento por fin soplaba seco y cálido entre los troncos.
La líder de la tribu se acercó a Xera y le entregó su cinturón del que colgaban bolsitas llenas de hierbas tanto medicinales como afrodisíacas. Ella quiso negarse, pero la chamán-guerrero insistió. A continuación el líder se aproximó a Dayana y le entregó el bastón pulido que siempre llevaba consigo y le explicó que aquello era lo único que les quedaba de su antiguo Creador, y que se lo entregaba con la única condición de que algún día regresara para devolvérselo. Los ojos de Dayana se llenaron de lágrimas. Por supuesto que volvería. Aquel pueblo, aunque primitivo y bestial, era demasiado encantador.
Ambas marcharon por fin por el camino más ancho y cómodo, juntas como antes, aunque a penas se habían hablado desde la discusión de aquella noche. El silencio era pesado mientras caminaban.
A pesar de estar visiblemente abandonado el recorrido que hicieron fue rápido gracias a las pequeñas losetas de piedra semi-enterradas que lo formaban, similares a una antigua calzada, y también a los postes de piedra tallada que regularmente flanqueaban el recorrido haciendo imposible perderse.
Pasadas unas horas escucharon el sonido del agua en la distancia y poco después la jungla se interrumpió en picado en un estrecho y profundo surco de varios metros que la partía en dos con un agitado y violento río en el fondo de un estrecho cañón a decenas de metros de profundidad. Un destartalado puente colgante de cadenas oxidadas y tablones podridos lo recorría de lado a lado. Al otro lado la vieja calzada continuaba pendiente arriba atravesando los árboles en dirección a un pequeño templo agitado por el viento.
Dayana y Xera se miraron. Recorrieron el puente con cautela, haciendo un esfuerzo por no mirar al abismo que había bajo sus pies. Los tablones crujían pero las cadenas, aun oxidadas, parecían sólidas. Al otro lado tomaron un respiro.
—No me extraña que los Bodu no quieran venir aquí —bromeó Xera. Aquellas fueron las primeras palabras que se habían dirigido desde que salieron de la jungla. Dayana no pudo reprimir una amplia sonrisa mientras trataba de apaciguar el pulso acelerado a consecuencia de haber cruzado aquel puente.
—¿Te han contado algo acerca de ese lugar? —preguntó Dayana recuperando el aliento mientras señalaba hacia el pequeño templo que había en lo alto de la colina.
—Algo sobre un lugar al que no van porque les recuerda a la pérdida de su antiguo Creador. —Dayana la miró intrigada. Hubo otro silencio, en el que ambas no apartaron la mirada de la otra.
—Xera, sobre lo que te dije en la cabaña… no quise sonar tan agresiva contigo. Sabes que jamás te haría daño.
—Lo sé, Creadora. —Fue toda respuesta que obtuvo de la hermosa élfide. Dayana siguió mirándola a medida que ella continuaba pendiente arriba. Luego recogió sus cosas tras un largo suspiro y la siguió.
Aquella parte del camino, aunque viejo y dañado por los años implacables, estaba en mucho mejor estado que el anterior y la selva ya no era más que el recuerdo de la espesura que habían dejado atrás. Los postes de piedra tallada ahora estaban coronados por unas semiesferas de hierro forjado en las cuales todavía podían verse restos de cenizas.
Siguieron pendiente arriba hasta que el camino terminó en unos arcos con dos estatuas de dos guerreros Bodu llenas de musgo. Atravesaron los arcos y recorrieron el único camino que había, rodeado por pequeños edificios de piedra, la mayoría visiblemente abandonados y algunos incluso derruidos. El camino moría en otro arco similar, pero en éste las estatuas eran diferentes. La estatua de la derecha representaba un perro o un lobo de hocico alargado que nunca habían visto. Pero tanto Xera como Dayana se detuvieron en seco al reconocer la otra estatua: una criatura alada mitad hombre mitad halcón, la viva imagen de un ser demasiado parecido a Haquil como para pasar por alto. Tras unos segundos pasaron bajo el segundo arco, seguidas por aquellas miradas de piedra desgastada.
El silencioso templo no era sino un mirador circular abierto con un enorme árbol de hojas azules en el centro de cuyo grueso tronco colgaban unas enormes argollas de hierro visiblemente decadentes. Aquella plaza redonda se abría en la cima del cerro, con balcones que asomaban del borde de una escarpada ladera que caía en picado desde la cima, y que estaban coronados por arcos más pequeños, algunos derruídos. El conjunto tenía una atmósfera mística y antigua.
Las dos recién llegadas caminaron por las baldosas desgastadas de la plaza bajo la sombra de aquel gran árbol hasta llegar a uno de los balcones. Cuando se asomaron a la barandilla de piedra rugosa no pudieron evitar lanzar una exclamación ante el paisaje que se abría al otro lado del cerro, más allá de la jungla: un mar de gigantescas dunas de colores se extendía hasta donde alcanzaba la vista, sus sombras extrañas de varios metros contrastaban con sus curvadas cimas brillantes bajo el sol anaranjado.
Y además, se movían.
De una forma tan perceptible incluso en la distancia, aquellas dunas se desplazaban como se mecen las olas del mar al aproximarse a la costa, solo que en aquel caso de una forma mucho más errática, veloz y aterradora. Algunas chocaban entre ellas salpicando en un torbellino de colores, mezclándose y dispersándose para volver a formarse y seguir desplazándose en aquella carrera aleatoria y brutal.
Las dos mujeres se quedaron ensimismadas mirando desde la seguridad de las alturas aquella danza antinatural hasta que una voz familiar las arrancó del hechizo de aquellas dunas.
—Por fin habéis llegado, Creadora. Os estábamos esperando.
¡Gracias por leerme!
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